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Roberto e Isabel son amigos de la infancia, vecinos y salen juntos con frecuencia dada su afinidad de caracteres. Roberto tiene diecisiete años, Isabel quince. Son bastante inquietos y buenos estudiantes. Viven a las afueras del pueblo, por lo que tienen el campo por divertimento. Sus casas están rodeadas de pinares, cruza un riachuelo y parajes que dan al entorno un aspecto paradisíaco.

           Un día, previo acuerdo entre ellos, deciden salir a lo desconocido, aprovechando que sus padres están ocupados en sus quehaceres. Quedan sobre las cinco de la tarde, llevando en sus mochilas algunos alimentos, agua, prendas de abrigo y un quinqué para alumbrarse cuando llegue la noche.

            Tras varias horas caminando piensan que lo mejor es acampar, ya que estaban agotados, dejándose caer en la hierba. Empieza a ennegrecer el cielo lo cual dificulta la visibilidad. Extraen de sus mochilas lo necesario para pasar la noche y tomar algo de alimento, después colocan sus lechos para dormir.

            En medio de la noche escuchan un chasquido, ambos abren los ojos y se miran. Sus caras están rígidas, serias, desencajadas mirando hacia el lugar de donde salió el ruido. No ven nada, aunque las hojas de un arbusto cercano se balancean. Están paralizados y las necesidades fisiológicas parecen aflorar en los dos. Isabel empieza a sollozar y Roberto no es capaz de aliviarla del miedo que expresa. Las hojas siguen su movimiento de vaivén, pero nada se observa. El miedo es tan grande que se abrazan y para sus adentro dirían: “Que sea lo que Dios quiera”

            Cuando el terror es máximo y siguen abrazados, aparece una cara. Es la del padre de Isabel, que había salido en busca de su hija, acto seguido asoma otro rostro, el del padre de Roberto. Ambos quedan con caras entre sorpresa y alegría. El final no lo digo porque se supone.