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Todas las mañanas cuando me levantaba, alrededor de las nueve, iba a la ventana del salón y lo primero que veía era a mi vecina. Siempre me llamó la atención algo de ella.

Era de estatura mediana, aspecto agradable y sensual; rubia, cara arreglada, con bata ceñida que revelaba el contorno de sus pechos altaneros. Caterina, que así se llamaba, parecía extranjera; siempre portaba entre sus largos dedos un cigarrillo al que extraía todo su aroma, después de aspirar una larga bocanada de humo.

Siempre me he preguntado qué persona se escondía tras aquella apariencia. La he imaginado sentada al lado de un piano, del que brotaban melodías de los años cincuenta, rodeada de hombres. Sobre el piano un vaso de whisky, atmósfera enrarecida por el humo y toda la sala aplaudiendo el final de cada melodía.

Así pensaba de Caterina, amante nocturna, bulliciosa, que atraía a los hombres como a mí al amanecer.

Después del espectáculo, se marcharía acompañada por uno de aquellos hombres que la admiraban y terminarían en una orgía sexual en el lecho hasta caer exhaustos. Por las mañanas, cuando la veía, ya estaría sola y antes de descansar, se fumaría el último pitillo. Después desaparecía y así día tras día.

Por motivos profesionales me trasladé a otro lugar de la ciudad y nunca la volví a ver. Todavía pienso en ella. Creo me cautivó.