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Vine a España con mi familia desde Maruecos en donde vivíamos,  porque dieron la Independencia a los marroquíes - me dice  Fausto Aranda- sobre su llegada.

-Nos  establecimos en un pueblo cercano a la capital murciana, en una casa de campo. Mi padre siempre tuvo la ilusión de tener un campito, para plantar algo y comer de su propia cosecha. Al principio nos costó adaptarnos a esta nueva situación, distintas formas de vida, otras costumbres, nuevas caras. Sufrimos hasta que nos fuimos haciendo a la idea. No había más remedio.

-­En Marruecos  vivimos  muy bien -explicaba Fausto- Mi padre trabajaba de cargador en el puerto y era muy querido, tanto por los españoles como por los marroquíes.

-Con la llegada de la Independencia todo se agravó -prosiguió Fausto-. Pasamos días terribles. La lucha era entre ellos, los que vivían en la cabilas en el monte vinieron a la ciudad y se enzarzaron en una lucha contra los árabes que  habían trabajado con los españoles.  Oíamos disparos, olor a azufre, cantos que nos ponían los vellos crispados. Mi madre, apagaba todas las luces, para que no vieran claridad a través de las ventanas. No pudimos salir a la calle mientras duró la reyerta, que fue alrededor de unos diez días. Por supuesto, durante este tiempo nos quedamos en casa, hasta ver lo que ocurría. Comíamos de lo que aún quedaba en casa. Siempre en silencio. Pasamos mucho miedo. El punto y final fue que todos los españoles tuvimos que salir por piernas.

-Veo que tienes buenos y malos recuerdos-le dije.

-Aun así, echo de menos mi tierra. Yo nací allí, aunque mis padres son españoles - me dice.

-¿Tú que hacías?

-Estudiaba. Iba a los Maristas. No llegué a terminar los estudios superiores y por tanto  no he podido entrar en al Universidad. ¡Ha sido un fastidio!

-Entonces, ¿a qué te dedicas?

-Ayudo a mi padre en  las labores del campo -continuó Fausto-. Cuando llegamos, compró unas tierras y se dedicó al cultivo. Le entretiene y además es necesario. Tiene que trabajar mucho y él solo no puede. Con lo que se cosecha nos ayuda a vivir. Yo soy el único hijo y tengo que ayudarle. El trabajo es duro y entre los dos se lleva mejor. Todo esto me impide seguir con mis  estudios. Me hubiera gustado ser médico. Desde pequeño he tenido esa vocación. Recuerdo que cuando mi madre traía pescado, le decía que no lo abriera hasta que llegara del colegio. Siempre he tenido predilección por ver como eran por dentro los animales. Lo mismo ocurría si compraba un pollo. Probablemente me hubiera gustado ser cirujano.

Fausto, es un buen mocetón, tez morena, alto, musculoso y me doy cuenta  que les gusta a las chicas. Tanto se dedicó a salir con ellas, que se ennovió.

Sin embargo, no le notaba alegre. Hace unos días me comentaba:

-Echo de menos Marruecos, su gente, su colorido, su mar; sus playas, el hecho de estar lejos de lo que creo que formaba parte de mí, me hace más ínfimo. Me es difícil adaptarme. No  conecto con la gente, no empatizo.

-Como te dije,  el   salir de Marruecos me impidió terminar los estudios. Ser médico, es mi  gran ilusión desde pequeño. Trabajar la tierra no es lo mío, aunque sé que me debo a mi padre,  él ya es  mayor.

Fausto y yo comentamos casi todo lo referente a nuestras vidas. En el fondo le notaba desencantado de su quehacer diario. La llegada a estas tierras no le llenaba. Había perdido dos cosas importantes en su vida, su querido Marruecos y  sus estudios. Le notaba triste, tanto que había adelgazado, incluso a veces  más malhumorado de lo normal.

Salíamos con cierta frecuencia, cuando mi trabajo me lo permitía. A él le gustaba que nos viéramos con más frecuencia, pero me era imposible.

El domingo antes de las Navidades, cuando iba a desayunar a la cafetería de enfrente, como siempre, noté algo raro en la gente. Me miraban, bajaban la cabeza, hablaban entre ellos. Yo seguí caminando, entré en la cafetería y me senté en el mostrador como de costumbre. No tenía que pedir nada, ya lo sabían de sobra. Saludé a Manuel, el dueño,  como todos los días. Le noté serio.  Al traerme el desayuno se acercó y me dijo al oído en voz baja:

-¡No se ha enterado!

-No ¿Qué pasa? –repliqué.

-Su amigo Fausto, ha aparecido esta mañana ahorcado en su habitación.

Me quedé inmóvil, después me entró un sudor frío y por poco me derrumbo. Después de un cierto tiempo reaccioné, salí corriendo, a no sé dónde, a cualquier sitio menos a casa de mi amigo Fausto.

Siento que no le ayudé lo suficiente para haber podido salvar su alma. Lo sigo sintiendo hasta el día de hoy.